jueves, 21 de octubre de 2010

¿Al fin qué…?


Aún me es fácil recordar como hace varias semanas, escuchaba a familiares, amigos y compañeros quejándose sobre la ola de calor por la que estaba pasando Bogotá, a la cual más de uno atribuyó culpa al calentamiento global. El desespero era a tal punto que se podían observar a personas caminando por las calles de la ciudad como si la arenosa ahora se encontrara en el centro del país y la ausencia de playas ya no fueran impedimento para mostrar un poco más de piel bajo el cielo contaminado de nuestra hermosa capital.

Al parecer el universo escucho nuestras plegarias y nos ha mandado una temporada de lluvias con insectos incluidos y muchos vendedores de sombrillas en cada esquina. Tal vez la madre naturaleza lo hizo para que pudiéramos recuperar nuestra fría Bogotá y dejáramos de una vez por todas de quejarnos. Pero somos una manada de desagradecidos, porque nuestra fría Bogotá tampoco es de nuestro completo agrado. Otra vez a mi alrededor se pueden escuchar personas criticando el clima y ayándole la razón al señor Al Gore o creyendo que el diluvio que mencionan en el Antiguo Testamento de La Sagrada Biblia se estuviera cumpliendo.

Me atrevo a decir que ya parecemos quinceañeras histéricas que no saben de qué color debe ser su vestido, no nos gusta el calor, pero cuando nuestra fría Bogotá nos vuelve a saludar también renegamos y preferimos estar comprando BonIce en cada semáforo. Aparte de todo creemos que el fin del mundo está cerca y que el medio ambiente no lo está anunciando. Y quiero aclarar que no es que me alegre ver como esta temporada de lluvias ha llegado a afectar a personas, ya sea afectando sus viviendas o ayudándolas a pesar una enfermedad, es simplemente un ejemplo que quise tomar para demostrar que nos gusta quejarnos de cosas naturales con las cuales nunca vamos a estar cómodos y pasamos temas verdaderamente importantes a un segundo plano.

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